Fragmentos
Se arrastraba malhumorado, cansado y abrumado bajo una tormenta despiadada que latigueaba la avenida mientras maldecía al mundo, al pilot olvidado, al paraguas roto, a los zapatos arruinados, a los pantalones empapados, a la humedad, a la lluvia, a la naturaleza, a la vida, a la existencia y a todos los hombres en general que crean un servicio meteorológico cuando bien saben que la metodología no sirve. Y lo peor del caso era que todo ese instante terrible le parecía aún más terrible que el instante anterior, cuando instantáneamente habían terminado.
Caminaba despreocupado, entregado a lo que la vida entrega, sin saber en realidad si era ella quien lo había dejado, o si había sido él quien la había dejado dejarlo. No importaba. Él había sabido desde un principio que esa relación no iba a durar y, a pesar de que duró cincuenta años, él siembre había tenido la razón, pues estaba convencido de que lo durable no es aquello que dura en el tiempo y mucho menos en el espacio o en la memoria, sino aquello que dura en la esencia misma del hombre, algo que algunos se atreven a llamar el alma. No. Lo de ellos no había durado lo que los mentirosos años algebraicos pudiesen atestiguar. Este defasaje cuantitativo se debe a que, en realidad, ellos siempre habían estado separados cuando estaban juntos, cada cual envuelto en sus propios pensamientos y preocupaciones, en tanto que para él estar con alguien significaba estar junto inclusive estando separados. Esa era para él la verdadera definición de “durar”, por lo cual se consideraba en pleno derecho de afirmar que no habían durado nada, a pesar de haberse soportado cincuenta años.
-No, no me digas nada – le había suplicado él mientras la dejaba dejarlo – Por favor, ya no digas nada más. La verdadera fortaleza de las rupturas consiste en despedirse sin pedirse nada a cambio.
Y fue así como no se prometieron una futura amistad imposible, ni un quimérico reencuentro ulterior. No tenían ninguna razón por la cual mantenerse en contacto ya que no tenían hijos ni demasiados amigos en común. Habían vivido vidas compartimentadas, siguiendo la pseudosabiduría de aquellos que recomiendan no mezclar trabajo con placer, ni amigos con dinero, ni los colegas con la pareja, ni la diversión con los deberes; y por ello no terminan mezclando absolutamente nada, ni siquiera a ellos mismos con sus propias vidas. Es así como viven en fragmentos, como el lector hastiado que convierte una biblioteca entera en un mazo de cartas, como el ávido viajero que conoce el mundo sin re(-)conocerlo, como nosotros mismos cuando hacemos todo sin hacer nada.
En esos pensamientos se entretenía Bob mientras se inundaba de amargura bajo las calles inundadas por la tormenta. En ese instante, creyó ver en la calle casi tan desolada cómo él mismo, a un muchachito que caminaba en dirección opuesta con una especie de paraguas deshuesado, que más que un paraguas parecía una broma pesada a la tormenta. Lo encontró tristemente gracioso, espantosamente atractivo, ya que en lugar de estar molesto como cualquiera que se empapa a causa de un paraguas defectuoso, el joven no parecía encontrar ningún defecto en la situación, es más parecía disfrutarla casi defectuosamente. Fue entonces cuando Bob pensó que se estaba viendo a sí mismo en un espejo del revés, pues el joven del medio paraguas que se mojaba enteramente, parecía ser inversamente proporcional al viejo de la vida entera que vivía a medias.
Ese instante con su descubrimiento involuntario se quedó grabado en la esencia de Bob para siempre, a un nivel aún más profundo que su relación con Alma, quien siempre se mantuvo muy alejada de la suya. Gracias a ese fragmento esclarecedor pareció darse cuenta de que uno suele saber de antemano quienes van a dejar una marca en nuestra vida y quienes van a ser personas efímeras que se van a desvivir sin poder dejar absolutamente nada. Descubrió que el misterio de los fragmentos reside en la paradoja según la cual hay algunos eternos que, sin embargo, no duran más que un instante y hay instantes eternos que duran para siempre.
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